Sin título (Recuperado)
Imagen de Google Maps.

He aprendido que algunos edificios no albergan fantasmas; se convierten en ellos. La vida en suspensión les brota de las paredes y puedes pasar junto a uno sin notarlo, o detenerte ante la fachada y mirar el deterioro que el tiempo ha producido sobre la estructura. Percibir el trazo que los días esgrafiaron sobre la pintura y el yeso revelando historias que ahí se quedan para quien las busque, para quien se las tope por casualidad en un parpadeo involuntario.

Regresar a la ciudad donde naciste es imposible porque ha muerto y en su lugar se erige otra nueva, donde es posible reconocer gestos familiares pero de la que ya se sabe poco. Cuando arribas por primera vez a una localidad, mil historias te abordan en busca de un momento para ser escuchadas porque ningún barrio, ninguna ciudad o pueblo quiere perder su identidad, a pesar del denodado esfuerzo que ciertos individuos imprimen a la obsesión contemporánea por uniformarlo todo.

Me gusta caminar junto a mi mujer. Lo mismo da que sea por calles que uno de los dos conoce, o en lugares donde jamás hemos estado. Me resulta menos peligroso que ir por el mundo solo, porque soy un imán para las nostalgias y oscuridades escondidas en cada grieta, cada figura con sus múltiples significados habitando en la pintura mellada o la disposición de las piedras. Enloquecería sin duda.

A veces creo que lo más sensato es permanecer encerrado, hasta que miro el techo o las paredes y las historias empiezan a ser contadas de nuevo.

¡Ah! nuestras construcciones suelen ser fantasmas tan tristes.

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