Odisea del Tiempo Eterno

El lector vocacional, obsesivo e insomne es un escupitajo al espíritu de la época. En un tiempo que endiosa la inmediatez, la interactividad y, sobre todo, la rápida utilidad, leer puede ser visto como el colmo de lo anacrónico y ocioso.

Daniel Salinas Basave

Bajo la luz de una estrella muerta

Pertenecemos a una época donde todo puede suceder. Casi tenemos el derecho de decir que todo acontece. Si nuestra narración no es verosímil hoy puede serlo mañana gracias a los descubrimientos científicos, tesoro del porvenir, y nadie opinará que sea considerada como leyenda.

Julio Verne

El castillo de los Cárpatos

Después de pasar largo tiempo reflexionando, lo sabe quien vive solo, el murmullo interior tiende a derramarse copioso hacia un interlocutor inexistente. Quizá para asfixiar una legión intangible que escucha con paciencia sin responder jamás. El alma afortunada que comparte sus días y noches con un animal, puede atenuar la esquizoide manía de la autoescucha compartiendo la vibración sonora con su cofrade. Soy partícipe de dicho privilegio. A Borges, mi compañía felina, le agrada escuchar ciertas lecturas y desdeña otras. No sólo comparte el apelativo con El otro, también su oscura condición final y la actividad hedonista a la que durante las noches de insomnio y las tardes libres nos entregamos. Julio Verne está entre nuestros particulares afectos. En nuestra biblioteca, cierta predilección hay por La esfinge de los hielos, obra que da continuidad a La narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe; un libro que fascinó al autor francés tanto como a Howard Philips Lovecraft, quien a su vez con En las montañas de la locura, rinde homenaje al caballero bostoniano. Nos acompañan también una bella edición doble de Veinte mil leguas de viaje submarino; una adaptación al cómic de Viaje al centro de la tierra; la novela de trazo gótico El castillo de los Cárpatos; la fascinante odisea de Miguel Strogoff y una novela poco conocida de la que nos ocuparemos en esta ocasión. Somos lectores afectos a la prosa verniana.

    Aunque la memoria de Julio Verne suele asociarse a las descripciones técnicas, el ejercicio de la prospectiva y su impacto social, que prefiguran la ficción científica como género, también existe una vertiente menos difundida que incluye un oscuro pesimismo acerca del futuro, el desencanto por la humanidad y sus posibles derroteros. Novelas como Los 500 millones de la Begún, o Dueño del mundo, son muestra de la sombría madurez del autor. En ellas se hace patente la senil visión crepuscular que tenía acerca de su entorno, puesta sobre la posible metamorfosis del futuro en amarga distopía. Una obra de juventud nos muestra que esa perspectiva siempre estuvo en su prosa, acechando larvaria hasta que Jules Hertzel, su editor, ya no se encontró a su lado para contenerla. París en el siglo XX es un libro escrito antes del magnífico caudal de novelas donde la ciencia y sus bondades se despliegan con optimismo, una novela de juventud rechazada después de ser corregida por Hertzel, quien atinadamente intuyó la ruptura con la vertiente más atractiva de esforzados héroes y maravillosos adelantos científicos que prometían un benévolo porvenir. El manuscrito permaneció inédito hasta finales del propio siglo del que se ocupa. En sus páginas, Julio Verne nos entrega una mirada distópica desde el deambular de un protagonista concebido para el infortunio. 

    Michel Jérôme Dufrénoy es un joven inmerso en una sociedad altamente tecnificada para la cual el objetivo primario es la acumulación pecuniaria, un individuo alienado que contra todo sentido práctico, opta por estudiar versos latinos. Es también un lector ávido de autores decimonónicos: Balzac, Lamartine, Hugo, Musset; escritores que en el siglo XX parisino prefigurado por Verne no tienen cabida. La lectura se reduce a grandes compendios técnicos, tratados de mecánica, ciencias aplicadas, manuales, todo lo que una sociedad productiva requiere. Un poeta como el joven Michel, lector hedonista, es un engrane barrido e inútil en el contrato social de la bien calibrada maquinaria de 1960, año en que se desarrolla la anécdota del libro. Como en otras novelas de talante más amable, en las páginas de París en el siglo XX existe un atisbo hacia el futuro, antiguo ya cuando lo percibimos desde nuestra periferia temporal denominada siglo XXI. Actualmente es posible intuir en la novela una exigua anticipación de nuestra cotidiana internet, que en 1995, año en que leí por primera vez el libro, estaba lejos de ser la omnipresente celosía digital que hoy habitamos. Más accesible a la cotidianeidad finisecular de los lectores vernianos, resulta la mención del fax, los veloces trenes que atraviesan la ciudad sin generar vapor o humo, los silenciosos carros no tirados por caballos, las amplias calles que deslumbran al paseante con su profusión de luces y los conciertos eléctricos. Lector infatigable como fue Julio Verne, es natural que su héroe juvenil lo sea a su vez. Imposible evadir la identificación con el personaje cuando se es un joven lector, aunque revisitada después de casi treinta años, la afinidad se establece con su viejo tío; un hombre que habita un modesto piso transformado en biblioteca, donde acumula sendos volúmenes tan fascinantes como inútiles en una época utilitaria. Hace falta valor para no ceder ante la umbría opresión en la que Verne se precipitó con el paso de los años. En el pesimismo que germinaba en su pensamiento desde la juventud. Haber cambiado el escenario de las propias lecturas ayuda. Contar con la inestimable compañía de una criatura hecha de sombras, que escucha y atraviesa las madrugadas compartiendo historias mucho después del horario laboral; leer sin otro propósito que el de conectarse a la red análoga que desde el papel nos eslabona con los otros migrantes en sincronía que intersectan la Odisea del Tiempo Eterno, es vital. 

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